Entradas

Domingo de resurrección

Camino de puntillas cien metros detrás de tus silencios. Con las manos frías y una serpiente arrastrándose entre mis costillas, retorciéndose en mis pulmones cada vez que no me quieres besar. Me digo que si, que ahora luego; al cruzar esta calle, al pasar aquel semáforo, al atardecer, al volver a casa; entonces te acordarás de cómo te gusta cuando mi lengua se abre paso en tu boca y me arrinconarás en el ascensor, con prisa por quemarme la ropa, mordiéndome el labio con tu calma, como si no estallara el universo cada vez que me tocas. Pero cruzamos la calle y me sueltas la mano; pasamos el semáforo y no me hablas del hambre salvaje que te crece en el pecho; se cae el sol entre las colinas y ahora todos pueden sentir este frío que llevo dentro; volvemos a casa y no nos encuentro porque hay algo más, algo denso y pegajoso que no me deja acercarme a ti sin llorar.  Estoy leyendo a Almudena Grandes y me repito como un rezo que si aprendo a fumar con abandono, si empiezo a llevar bragas bla

Esta tierra nuestra

  Tu siempre me mirabas con tus ojos de lobo retirado, sonriendo con las orejas puntiagudas, con la calma impertérrita del cazador acostumbrado a la brisa , me rozabas la nuca con la punta de los dedos y todo en mi cuerpo temblaba. Te sabías dueño de mi pecho, padre de mis miedos y anfitrión de ese mundo que sólo nosotros compartíamos. Temblaban los cimientos de mi vida: unas caderas que no me pertenecían desde que las conquistaste a bocados; un cuerpo que resucitaba cada vez que respirábamos el mismo aire; unos ojos que habían aprendido a mirar a través de los tuyos, reflejándose en tus pupilas. Me crecían, salvajes, las ganas de abrirte en canal y lamerte los huesos. Acercarme a tu alma y plantar una semilla. Y ver crecer con el tiempo ese árbol, ese niño con tus ojos que en realidad era mío. En los orgasmos veía flores. Y luego, la noche. Con el tiempo aprendí a devolverte aquella mirada de loba hambrienta a deshora. A dejar de mirarte desde la herida, desde el dolor tierno e í

añicos

¿Y qué si yo quiero morirme de hambre? ¿Y qué si no quiero beber?  ¿Y qué si no puedo dormir? ¿Y qué si me hablo con crueldad? Estas son mis aspiraciones: Sentarme a escuchar el eco en un templo vacío. Mirar al cielo y esperar. Avivar el fuego con la calma de quién lo vio nacer.  Abro la agenda y leo: Miserias de 8 a 12, yoga los miércoles, jueves de batalla y autosabotaje, revisar los correos, eliminar, eliminar, eliminar, spam. 3 noches sonriendo a desconocidos por el salario mínimo. 8 horas de sueño, menos los 15 minutos de sermón destructivo dando un repaso a tu vida y pisando cristales. Levantarse a las 6, otro día gris. El martes: sentirme querida, darme una tregua. Mirarme bonito al analizarme en el espejo, pero sólo hoy. Escribirlo todo en una nota del móvil. Borrar.  Encadenada a un calendario. A una fecha de entrega. Al "mañana te llamo, que hoy estoy muy liada". Poniendo distancia. Alzando los muros. ¿Y ahora qué? Ahora, no sé. ¿Tengo que saberlo? Encadenada a toda

La tierra prometida

Despierto. Huele a tierra mojada. El viento silva entre los cristales rotos que un día fueron el ventanal a una avenida de mañanas por dibujar. Lenguas de hielo me rozan la espalda, quemándome la piel. Flores muertas en los labios. Barro en las rodillas. Hojas secas en mi vientre. Y la convicción de haber hurgado demasiado en una herida que parecía cerrada.  Me levanto y preparo café. Café para nadie. Y pienso en aquella tarde de lluvia, otra vez: El día de tu entierro, tu no lo sabes, pero lancé un puñado de arroz sobre tu tumba. Quería desearte todo lo bueno que no tuviste, que no te di, que nos prohibimos sin saberlo. Quería sentir mía la insensatez de aquella creencia. Quise alegrarme y me sentí vacía, una cascada de indiferencia, tan lejos que apenas me distinguía entre todas aquellas voces enredadas bajo el pórtico. Llovía a cántaros y te di las gracias en un susurro, mientras sentía como todo se rompía en mil pedazos en mi cuerpo.  Y llegó el invierno. Tuve la osadía de seguir v
Hay demasiado ruido. Intento pararlo, distinguir algo, una voz que me devuelva a casa. ¿A dónde? Pero el ruido sigue, la luz no termina de irse jamás, los días se burlan de mi y me puede el sueño y quiero nadar y quiero bailar al anochecer pero nunca llega. El cielo se vuelve de colores, pero no es de noche. Y yo sigo subiendo escaleras, con la seguridad y el miedo de que pronto caeré, que esos escalones no existen en realidad. Que estoy soñando, o despierta, o en algún lugar entre esos dos mundos en el que, por fin, me siento en casa.  Casa. Casa. Casa.  ¿Dónde cojones está? La siento en mil lugares y en ninguno. Leí sobre una cápsula espacial, un pequeño acordeón metálico que está expuesto en un museo en frente del lugar al que ahora llamo hogar. Solo tengo que cruzar el canal, para sentirme en casa. Para ver ese pequeño hogar en el que todo está planeado al milímetro para engañar a tu cuerpo y a tu cerebro, para que creas que estás en casa. Pero no estás en casa. Hoy no. Y puede que

el tiempo ubicado en un espacio infinito inalcanzable

La melancolía es un sentimiento cuántico. En un mundo sin certezas, es la probabilidad del ayer. Una onda intangible que se convierte, testaruda, en refugio. Un refugio que se desmorona con cada pulsación, dónde las ausencias se acarician las unas a las otras, se susurran promesas imposibles y se besan las mejillas. Mi refugio huele a canela y sal, a hierba recién cortada en un domingo bajo el sol y a las horas que, pesadas, se mecían entre las páginas de los libros que devoraba cada verano a la sombra del algarrobo en el jardín.  Mi refugio, el de las ausencias y la melancolía, siempre mira hacia atrás. Y cuando me asomo a él, con la luz entrando por la ventana, puedo ver todo un universo de pequeñas motas de polvo que se mueven sin prisa, giran en círculos y poco a poco, se desvanecen. Y si me fijo, si me concentro y elijo una de esas pequeñas partículas me veo a mi misma corriendo en la arena, con una toalla sobre los hombros y sin poder parar de reír mientras una tormenta de verano

La ley del hielo

 Volver al lugar del crimen a lamerme las heridas que nunca me supe sanar. A los callejones a media luz, las medias rotas y la insensatez rozándome la nuca con la punta de su lengua. Volver a la habitación vacía con columnas infinitas de libros ennegrecidos, rodeada de cenizas y respirando pesadillas de alquitrán inmaculado.  Hacerte un hueco en mi desastre, dejarte un rincón para tus libros y todas las horas que nos miraremos en silencio. Regarnos con calma, besarnos las ganas. Encender hogueras y ardernos las excusas de otros días y otras bocas. Navegarnos los miedos, bucear en mis entrañas y encontrar aquel palacio de cristal abandonado. Preguntarme cuántas veces me han hecho volar, con cuántos me hubiera condenado a no salvarme, a qué huelen los días cuando sientes que ya no te pertenecen.  Escuchar en mis sueños promesas prohibidas, recorrer una y otra vez tu espalda hasta hacerla infinita; hasta conducirme en una asíntota al latido frenético, al segundo antes de hacerte estallar.