Hay demasiado ruido. Intento pararlo, distinguir algo, una voz que me devuelva a casa. ¿A dónde?

Pero el ruido sigue, la luz no termina de irse jamás, los días se burlan de mi y me puede el sueño y quiero nadar y quiero bailar al anochecer pero nunca llega. El cielo se vuelve de colores, pero no es de noche. Y yo sigo subiendo escaleras, con la seguridad y el miedo de que pronto caeré, que esos escalones no existen en realidad. Que estoy soñando, o despierta, o en algún lugar entre esos dos mundos en el que, por fin, me siento en casa. 

Casa. Casa. Casa. 

¿Dónde cojones está? La siento en mil lugares y en ninguno. Leí sobre una cápsula espacial, un pequeño acordeón metálico que está expuesto en un museo en frente del lugar al que ahora llamo hogar. Solo tengo que cruzar el canal, para sentirme en casa. Para ver ese pequeño hogar en el que todo está planeado al milímetro para engañar a tu cuerpo y a tu cerebro, para que creas que estás en casa. Pero no estás en casa. Hoy no.

Y puede que hoy no me importe, porque no estoy en casa pero tengo el sol, el calor de sus abrazos y la certeza de que respiro mejor cuanto más me alejo del mundo. Pero, ¿y si mañana quiero volver a casa?

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