Domingo de resurrección

Camino de puntillas cien metros detrás de tus silencios. Con las manos frías y una serpiente arrastrándose entre mis costillas, retorciéndose en mis pulmones cada vez que no me quieres besar. Me digo que si, que ahora luego; al cruzar esta calle, al pasar aquel semáforo, al atardecer, al volver a casa; entonces te acordarás de cómo te gusta cuando mi lengua se abre paso en tu boca y me arrinconarás en el ascensor, con prisa por quemarme la ropa, mordiéndome el labio con tu calma, como si no estallara el universo cada vez que me tocas. Pero cruzamos la calle y me sueltas la mano; pasamos el semáforo y no me hablas del hambre salvaje que te crece en el pecho; se cae el sol entre las colinas y ahora todos pueden sentir este frío que llevo dentro; volvemos a casa y no nos encuentro porque hay algo más, algo denso y pegajoso que no me deja acercarme a ti sin llorar. 

Estoy leyendo a Almudena Grandes y me repito como un rezo que si aprendo a fumar con abandono, si empiezo a llevar bragas blancas de algodón y a sentarme en silencio en los bares, con las piernas cruzadas y la mirada perdida, entonces me querrás. Odio rezar pero yo no me rindo, porque soy muy pequeñita cuando alguien me acoge entre sus manos y me da calor. Y tu eres el puto infierno y me devuelves a las eternas tardes de verano bajo el sol cada vez que me acunas en tus brazos.

Tus miedos me gritan en esta habitación dónde te empecé a amar y cuento hasta diez para volver a respirar, para ver si te pesa tanto como a mi ver las vidas de los demás desde el cristal. Pero tu no miras. No me ves. Porque hay una guerra allí, más allá de los muros en los que ahora te escondes de mi, una batalla campal entre el hombre que quieres ser y el niño al que no te dejaron querer. Es miércoles de ceniza y yo, sin quererlo, empiezo a ayunar. A abstenerme del pecado de tu carne.

No calla mi cuerpo, que no quiere bailar cuando sale el sol, y me susurra de mil formas que nos estamos perdiendo en el puto océano que se te derrite en los ojos. Como tantas vírgenes, lloro sangre cada vez que intento escribirte. Nos veo en mil vidas siempre con la mirada endurecida, mirándonos en el reflejo del agua, contándonos todo lo que hemos ido callando. A veces mucho más asustados que ahora, a veces alarmantemente osados, convencidos de este amor.

Qué pena, mi amor, que me lanzaras al abismo y tu no quisieras saltar. Tu que me dijiste que me querías, queriéndome tanto sin rasgar la farsa en la que me había envuelto para que alguien, por fin, me quisiera sin que tuviera que arrodillarme. Tu que me aguantabas la mirada y estallabas en carcajadas cuando nos imaginaba en el mañana y te contaba mis sueños. Ahora me miro los dedos teñidos de tinta, y me pregunto cuánto más tengo que escribir para dejar de tenerte dentro de mi. 

Cuántas noches va a dormir tu fantasma en esta cama, besándome las lágrimas y susurrándome que mañana, tal vez, despertemos juntos.

Cuántas veces te tengo que matar para que dejes, de una vez por todas, de resucitar. 

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