La ley del hielo

 Volver al lugar del crimen a lamerme las heridas que nunca me supe sanar. A los callejones a media luz, las medias rotas y la insensatez rozándome la nuca con la punta de su lengua. Volver a la habitación vacía con columnas infinitas de libros ennegrecidos, rodeada de cenizas y respirando pesadillas de alquitrán inmaculado. 

Hacerte un hueco en mi desastre, dejarte un rincón para tus libros y todas las horas que nos miraremos en silencio. Regarnos con calma, besarnos las ganas. Encender hogueras y ardernos las excusas de otros días y otras bocas. Navegarnos los miedos, bucear en mis entrañas y encontrar aquel palacio de cristal abandonado. Preguntarme cuántas veces me han hecho volar, con cuántos me hubiera condenado a no salvarme, a qué huelen los días cuando sientes que ya no te pertenecen. 

Escuchar en mis sueños promesas prohibidas, recorrer una y otra vez tu espalda hasta hacerla infinita; hasta conducirme en una asíntota al latido frenético, al segundo antes de hacerte estallar. Renacer entre tus brazos cada vez que me clavas los dientes en el ombligo. Caer en un laberinto de miserias del que ya no recuerdo como escapar, sentirme culpable por anhelar tus manos incendiándome la piel. Encerrar a este cuerpo salvaje en respiraciones acompasadas. Descarrilar; tan cerca de mi destino que me puedo rozar con las yemas de los dedos, voraz, incansable.

Preguntarme qué estoy haciendo. Otra vez. Despertarme cada madrugada en el día anterior y escrutar cada mirada buscando el reflejo de tu risa en sus pupilas. Acorralarme en autopistas, a 150 con tu mano en mis bragas, otras bocas besándome los dedos y otros ojos leyéndome los labios. Preguntarme si ahora sí, si ahora también, ojalá. Buscar el después en medio de la noche, empapada hasta los huesos.

Y volver a encerrarme en mi cuartito de miserias, recitándome la poesía que no te supe escribir mientras me pregunto quién fue más cobarde, si el error o la consciencia. 

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