La tierra prometida

Despierto. Huele a tierra mojada. El viento silva entre los cristales rotos que un día fueron el ventanal a una avenida de mañanas por dibujar. Lenguas de hielo me rozan la espalda, quemándome la piel. Flores muertas en los labios. Barro en las rodillas. Hojas secas en mi vientre. Y la convicción de haber hurgado demasiado en una herida que parecía cerrada. 

Me levanto y preparo café. Café para nadie. Y pienso en aquella tarde de lluvia, otra vez: El día de tu entierro, tu no lo sabes, pero lancé un puñado de arroz sobre tu tumba. Quería desearte todo lo bueno que no tuviste, que no te di, que nos prohibimos sin saberlo. Quería sentir mía la insensatez de aquella creencia. Quise alegrarme y me sentí vacía, una cascada de indiferencia, tan lejos que apenas me distinguía entre todas aquellas voces enredadas bajo el pórtico. Llovía a cántaros y te di las gracias en un susurro, mientras sentía como todo se rompía en mil pedazos en mi cuerpo. 

Y llegó el invierno. Tuve la osadía de seguir viviendo, con el duelo creciéndome entre la piel y los huesos, apretando los dientes, fingiendo que ese vacío en el estómago era sólo el frío de noviembre mecido por el Mar Báltico. No sé en que momento romanticé la tiranía. No sé en que momento me volví frágil y la voz se me acurrucó en la garganta y entre los escombros, mentiras. Mentiras pequeñas e hirientes, con las que sentirme cómoda, mis pequeñas venganzas de sobremesa. Luces bajo el mar, fotos de hace años, cervezas frías que sujetaban unas manos heladas. Algo que lo hiciera estallar. Sabotearme desde los adentros, beber agua con sal y soñar con ahogarme en una playa dónde nada vive para siempre.

A veces me despertaba de madrugada, deseando escuchar tus latidos otra vez. ¿La última? "Esta vez arrancaré la tierra con mis manos y la lanzaré contra tus huesos", me repetía cada vez que pensaba en tus manos cerrándose en mi garganta. Cada vez que quiera que crezcan flores tendré que plantarlas y al rozar esta tierra pensaré en ti. Y dolerás, y sonreiré como cuando me despertaba por la mañana y pedía incendios con mis manos. En silencio. Sonreiré como cuando nadie me ve, dejando que duela. Me sangran los dedos de escarbar en la tierra, el sol brilla sólo cuando no te imagino huyendo otra vez, ofreciéndome todos los imposibles con las maletas en la puerta. Tú me vas a doler siempre.

Supongo que así puedes culparme. Ha vuelto a ser mío lo que antes era nuestro. Lo que te regalé en silencio. Esta tierra vuelve a ser mía, este campo de batalla se regará con sangre de otros y crecerán flores y nacerán otros dolores: delicados, brutales, de sonrisa fácil y mirada al frente. Dolores que me susurrarán bajito antes de dormir: "it's hard to put the universe into language"

Ojalá que duelas. Que te duela siempre esta tierra mía.

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