el tiempo ubicado en un espacio infinito inalcanzable

La melancolía es un sentimiento cuántico. En un mundo sin certezas, es la probabilidad del ayer. Una onda intangible que se convierte, testaruda, en refugio. Un refugio que se desmorona con cada pulsación, dónde las ausencias se acarician las unas a las otras, se susurran promesas imposibles y se besan las mejillas.

Mi refugio huele a canela y sal, a hierba recién cortada en un domingo bajo el sol y a las horas que, pesadas, se mecían entre las páginas de los libros que devoraba cada verano a la sombra del algarrobo en el jardín. 

Mi refugio, el de las ausencias y la melancolía, siempre mira hacia atrás. Y cuando me asomo a él, con la luz entrando por la ventana, puedo ver todo un universo de pequeñas motas de polvo que se mueven sin prisa, giran en círculos y poco a poco, se desvanecen. Y si me fijo, si me concentro y elijo una de esas pequeñas partículas me veo a mi misma corriendo en la arena, con una toalla sobre los hombros y sin poder parar de reír mientras una tormenta de verano descarga sobre nosotros toda su ira. Y desde el coche, seguros y empapados, vemos los relámpagos caer sobre el mar y veo el humo de su cigarro bailar, arrastrarse despacio al exterior por la ranura que ha dejado al bajar la ventanilla. Y Dani me enseña una canción de Estopa de vuelta a casa, me apoyo en su hombro y pienso que así debe sentirse siempre la gente cuando es feliz. 

¿Quería yo ser cómo el humo? 

¿Bailar indomable hacia la tormenta?

Mi refugio, este cuerpo nido que añora ser hogar y se siente casa en cualquier esquina, adora las tormentas. La brisa fría, el olor a tierra mojada y la intensidad con la que el cielo cambia de color con cada descarga. A este cuerpo, hace años, le encantaba acurrucarse en una silla de la terraza calcando atentamente cada gesto que mi madre hiciera mientras mirábamos llover, con el murmullo del televisor al otro lado de la pared. Esta piel y estos huesos en los que habito adoran ver la lluvia caer y últimamente se han acostumbrado a abrir la boca y sentirla recorriendo todo, naufragando hacía mis entrañas. 

Mis entrañas; estos intestinos retorcidos haciendo hueco a un útero prepotente y unos ovarios combativos, a un corazón flemático al que le gusta andar descalzo sobre acantilados, a unos pulmones ansiosos, a un estómago encogido y a un montón de otras cosas más a las que siempre encuentro utilidad y algún adjetivo puntilloso con el que complementarlas. Mis entrañas se alimentan de la nostalgia, una nostalgia que me abraza con mil manos, que me mira con mil ojos y me sonríe con mil bocas y a la que siempre quiero volver, abrazarla de vuelta y mirar en el fondo de su pupila, de sus muchas pupilas y sonreírle a la oscuridad que reflejan. 

Y cuando a mis entrañas llegan, torrenciales, las gotas traviesas que han jugueteado entre mis labios entreabiertos después de que el cielo las pariese en un alarido de luz, mi nostalgia se asusta y no me abraza. Y algo peor, la sombra alargada y sospechosa del olvido se cuela entre mis tripas y me baila como el humo de aquel cigarro, de todos los cigarros que mi padre solía fumarse tras bajar un poco la ventanilla del coche. Y entonces sí, sólo quiero correr a acurrucarme en el que siempre será mi refugio favorito: el silencio cómplice de sostenerme entre sus brazos con su mano en mi frente, viendo la televisión y pensando que sí, que así es como uno se siente cuando es feliz. 

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