Esta tierra nuestra

 

Tu siempre me mirabas con tus ojos de lobo retirado, sonriendo con las orejas puntiagudas, con la calma impertérrita del cazador acostumbrado a la brisa, me rozabas la nuca con la punta de los dedos y todo en mi cuerpo temblaba. Te sabías dueño de mi pecho, padre de mis miedos y anfitrión de ese mundo que sólo nosotros compartíamos.

Temblaban los cimientos de mi vida: unas caderas que no me pertenecían desde que las conquistaste a bocados; un cuerpo que resucitaba cada vez que respirábamos el mismo aire; unos ojos que habían aprendido a mirar a través de los tuyos, reflejándose en tus pupilas. Me crecían, salvajes, las ganas de abrirte en canal y lamerte los huesos. Acercarme a tu alma y plantar una semilla. Y ver crecer con el tiempo ese árbol, ese niño con tus ojos que en realidad era mío. En los orgasmos veía flores. Y luego, la noche.

Con el tiempo aprendí a devolverte aquella mirada de loba hambrienta a deshora. A dejar de mirarte desde la herida, desde el dolor tierno e íntimo de quien se sabe perdido para siempre. A mirar otros ojos cómo miré los tuyos. Y me perdí en el mar escuchando sus olas cada vez que él estallaba en carcajadas; olí a café en la mirada rasgada de aquella muchacha de la que creí enamorarme aquel corto verano. Pero sus manos no eran tus manos, no crecían rosas allí dónde me besaban, no sentía el vértigo de quien se sabe volando.

Te veía en todos lados. Caminabas encorvado detrás de mí, escondido en una anciana de paso lento que cargaba las bolsas del mercado. Se dibujaban tus labios en las bocas de aquellos a los que besé. Aparecías en las manos de mis amigas, en sus tiernas caricias de café de media tarde. Reconocía en cada niño que correteaba por la plaza el caminar risueño de los hijos que no tuvimos. Te escribía compulsivamente cartas, poemas y postales que no sabía a dónde mandar. Te pintaba con mis torpes palabras, que no sabían contarte como se sentía la lluvia sin tu abrazo. Las eché al buzón sin remitente, pero sabiendo que llegarían a su destino. Te imaginaba unas veces leyéndolas en voz baja, masticando las palabras con una sonrisa impostada, con la boca seca sabiendo que había encontrado tu escondite. Otras veces las leías en silencio, sentado junto al mar con la nostalgia agarrándose a tu pecho, llorándome como si fuese yo la que se había extinguido. En mis sueños nunca había respuesta, sólo te espiaba mientras echabas a una hoguera todas mis plegarias y el fuego lamía el papel que mis manos habían tocado, los sobres que mi lengua había rozado antes de enterrar mis palabras en su interior, y todo aquello se convertía en una liturgia. Un rito pagano a este amor que se nos escapó de las manos y se hizo cenizas en mis noches febriles.

No crecen rosas en el balcón, no desde que te marchaste. Aún guardo en un rincón de la habitación, una esquina estratégica en la que nadie repara, pero dónde me paro a rezarte, un ramo de rosas secas. Mi pequeño altar a tus infiernos. Araño la tierra mojada y te busco entre las raíces muertas del rosal. Siento en mis manos la humedad, y me desespero. Busco sin poder evitarlo, por instinto, encontrar tu olor en la tierra y las manos me huelen a dolor. En esa idea retorcida de que esta tierra, este pedazo del mundo que cuelga solitario en el balcón, es de dónde venimos y dónde iremos a parar. Esta es nuestra patria compartida. Creo firmemente que tus huesos descansan dónde mis rosas ya nunca crecen. Me retuerzo de dolor, una afilada cuchilla abriéndose paso desde mi vientre, y entierro tu recuerdo una vez más, rellenando el macetero con la tierra que acabo de excavar.

A la mañana siguiente, una carta sin remite me espera en el salón. Y te siento, cobarde e infeliz, escondido en cada rincón de la casa esperando a verme sonreír. Y sonrío con tus ojos de lobo, porque esta vez no me voy a dejar ganar.

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