Precipicios compartidos

Estaba convencida de que cuando se marchó, se llevó con él todo lo que jamás le había pertenecido. Aquella camisa deshilachada que ella había comprado antes de todo aquel huracán; sus susurros más honestos, atrapados para siempre en un colgante que estará olvidado en una habitación en la que ya no pintaremos más universos mientras nos miramos; y la idea terrible de que los verbos rozan el crimen siempre que se conjugan en plural. Y en su maleta de hurtos deliberados, entre la carrera al aeropuerto en su último cumpleaños y la certeza de un ojalá, guardó también un pequeño cuaderno lleno de historias que nadie comprenderá jamás. 

Historias de maleficios, en las que sólo supe escribir sobre el miedo, la noche y los muertos, porque adoraba ver como brillaba la luna en los versos frenéticos que la asaltaban al amanecer. Aquellas historias eran la triste profecía de su existencia y me cuesta no sonreír; como sonreiría la Maga de Cortázar, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas; releyendo esta suerte de hechizos que derramé sobre este cuerpo, en una alcoba sin muebles en la que los libros; sí, también esos libros, ocupan el espacio que mis pesadillas dejaron al marcharse una mañana de enero.

Te seguía como se sigue a Yahveh, ciega y fielmente. Te seguía sin saber que únicamente encontraría el cadáver de algo que sólo yo podría ver mientras los demás veían crecer lirios en un valle desierto, el cadáver de algo terriblemente hermoso. Aquel día, el día que te llevaste todos mis augurios, comprendí que estaba envenenada y que nunca podría sincerarme con nadie, que había algo podrido en mis entrañas y, a veces, podría notar el sabor del óxido en los labios al pensar en tus caricias. Desde entonces, intento reírme cuando alguien me dice una verdad. Aprovecho la carcajada para que no escuchen como me voy rompiendo por dentro, porque mi tristeza es una pieza de arcilla con una finalidad propia e insospechada que no debe destrozarse sólo porque alguien me clave sus pupilas.

Intento disimular, te guardo como un fantasma al que no debo despertar, pero todas mis musas beben whisky y saltan en los conciertos y amanecen con el mar en la boca y un pitillo en la chaqueta. Y viven a merced del viento, te abrazan fuerte contra el pecho y miran como los lobos mirarían a sus presas. Y así es como me convencen del cautiverio, y te acabo despertando para que miremos juntos este hogar de miedos que hice crecer en mi corazón. Grabé a fuego un calendario en el cielo de tu boca y voy a seguir tachando los días con mi lengua; escribí con cautela, al ritmo de tu sudor en mis huesos, todas las normas que no íbamos a cumplir, porque no hay nada que imponer a esa boca salvaje.

Hay algo incansable en la forma en que me miras, que va rompiendo con una calma revolucionaria la asfixiante sensación de creer que esa posibilidad, ese momento, no volverá a ocurrir.

Y, no sé, a lo mejor esto va de dinamitarnos la risa, las dudas, la prisa. De murmurarnos canciones bajo la ducha, bajo la lluvia de mis noches, bajo tu loco cielo. Pero hay algo inhóspito en este salto al vacío y, perdóname, te mentí. No viajo sola porque hay instantes, personas, miradas feroces que te rompen un poco el alma; o te la encienden y la hacen arder. Y, de repente, el viento del tiempo las arrastra lejos, y no están y el alma llora, y todas estas cicatrices que no puedes ver siguen siendo heridas abiertas, y me acompañan. 

Por eso este abismo no es sólo mío, es nuestro aunque tu no lo quieras, suyo aunque no es lo que quieres, aunque tú sólo quieras compartirlo conmigo. A veces pienso que hasta yo me volvería así de cobarde por verte sonreír.

Y puede que él,
sea el motivo de todo esto que te cuento.

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