El terror
Me veo siempre desde fuera. Sentada en la cama, con las manos entrelazadas y la mirada fija en un punto absurdo, irrelevante cómo a veces me parece que es mi vida, sobre todo cuando los días son largos y no puedo parar de pensar una y otra vez en todas las veces que no me elegí. Me veo con una sonrisa ausente, mientras celebran a mi alrededor victorias que yo sigo considerando batallas perdidas, sigo sin entender cuál es el mérito. No. No es cierto. Si hay batalla, y lucha, y ha habido sangre y mordiscos y lágrimas y rabia. ¿Y si soy valquiria? Y por eso tuve que cruzarme el mundo, no sentarme al sol en un octubre tibio, no acurrucarme en el nido de la vida que me vino dada, no conducir con un atardecer naranja en una tarde de enero con una camisa de algodón y un jersey esperando en el asiento del copiloto, no, eso ya no. Sólo frío, y noche, y lucha, y batalla y la sensación de irse a la cama con todas las heridas abiertas, palpitando la sangre en mis entrañas y feliz. Feliz de vivir una vida que no me esperaba, que no sabía, ni sé, si es la que quiero. Valquiria por eso, por ser guerra y batalla constante. Por mi y por todas mis compañeras, porque la vida se hace más y más bonita cada día que encuentro alguien con quien destriparla. Y nos veo lobas, sedientas, bebiendo la sangre de una alimaña, lamiendo sus huesos, besándole las cuencas vacías de unos ojos oscuros que fueron festín de cuervos antes de que llegáramos. Lobas. Guerreras. Tan frágiles, tan etéreas. No sé. Nos veo desde aquí, desde ahora, y desde ayer, desde esa niña risueña que me devuelve la mirada en el espejo cada noche y sí, si somos guerra y lucha y batalla porque es lo que hemos querido ser siempre. Porque siempre quisimos ser las niñas difíciles, las niñas que piensan, las que dicen no, las que no hacen caso y toman el camino al bosque y matan al lobo y comparten la casa con sus amigas y se regalan lazos rojos, y se visten las unas a las otras y se riegan las ganas y se sonríen y se alimentan de las ideas de las demás y crecen y crean y sus manos llegan un poquito más arriba cada día y se acercan a Dios o al cielo o a las estrellas y ahí ya, cada día más son tribu. Nos miramos ahora y vemos las mismas cicatrices, el mismo miedo absurdo a levantar la voz. Nos educaron vacías, carismáticas, graciosas pero siempre sí, siempre atentas, siempre la mirada al suelo y siempre un sueño pequeño, un sueño que no asuste, que no tenga hambre, que no se alimente y crezca y que sea paciente y que hable bajito, un sueño educado. Pero yo nací difícil, yo destripé a mi madre para llegar a este mundo porque me sabía a salvo en sus entrañas y ya llegué con la lucha en los labios y lo primero que vi en este mundo fue un cuchillo afilado que me trajo la luz y no, no voy a ser más la niña fácil, el sobresaliente que se espera, la mirada atenta que espera, espera, espera a tener el permiso de poder por fin respirar. Esa ya no. Yo respiro cuándo y dónde me da la gana y me lleno los pulmones como si me faltara el aire en cada bocanada y si alguien quiere mi aire que venga y me lo pelee.
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