Amanezco en llamas. Son las cuatro de la mañana. He vuelto a tener una pesadilla de esas que no se deben recordar. ¿Quieres qué te la cuente? 

Un sueño brillante en el que iba dejando cadáveres a mi paso, en una carretera inmaculada hacía ningún lugar. Había arena, y olía a sal y el frío me quemaba los pies desnudos y entre mis dedos resbalaba, llena de luz, la sangre de otro cobarde. Estaba amaneciendo y yo sólo sentía ardiendo en mi interior una rabia salvaje. Sólo quería cabalgar el fuego oscuro de mis demonios. Arrasar los campos yermos que salpicaban la ladera de la montaña. Me lamía los dedos, mirada de loba y sonrisa escarlata; y podía saborear el hierro en mi lengua. Intentaba echar a correr, arder. Pero el suelo empezó a temblar, tus latidos más lentos estaban rompiéndolo todo. Y caí.

La lluvia me mojaba la cara, empapada en mitad de la calle, desnuda; y entre mis piernas reptaba un líquido denso, tan oscuro como la noche que se cernía sin piedad sobre mis hombros. Botellines vacíos inundaban las aceras y el frío aliento de la sangre marchita los hacía silbar. ¿A qué huele la traición? Cerraba los ojos y te escuchaba recitando tus mejores mentiras, vestidas de cuento y batalla. Tú eras el poeta maldito y yo la musa invisible, y por eso mientras yo me consagraba a tu tinta y tus placeres tú podías bailar con mil noches y sentir la primavera en cada amanecer. 

Rosas secas se enredaron en mi pelo cuando intenté despertar, me sangraban los nudillos, enmudeció tu risa, que bailaba en el salón con cada segundo de agonía, se me encharcaron los pulmones de sal, me arrastró la corriente y vi tu silueta en lo alto burlándose otra vez. 

¿Todos los ángeles caídos miran como tú?


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