No estoy hecha para ti si tienes vértigo. Y tú lo tienes, a veces. 

Rompiste esta coraza, a quemarropa, el día que te tragaste las palabras por enésima vez. Nos veo aún mirando al techo sabiéndonos en ruinas pero tan seguros de que podríamos construirnos un jardín en las afueras, cerca del mar y de su risa, de las montañas y de una carretera infinita. Has jugado con mi cobardía valiente, la estrellaste contra la pared cuando te abrí la puerta a la grieta de mi vida, cuando te leía la piel a besos y te escribía los domingos. Los putos domingos. Aún me acuerdo del día en que volviste a recoger los pedazos, exigiendo un soldado dispuesto para la batalla, con la ternura a cuentagotas y arena de playa en los bolsillos. No entendiste nada de lo que no te expliqué, no entendiste que no era una guerra cuando me hablabas de otros besos, que mi paz y mis entrañas no se conquistan desde la mitología, que soy un elemento efímero que no soporta la presión, el hastío ni toda la existencia que creaste a mi alrededor. Pero me he imaginado a nuestros miedos caminar de la mano hacia el vacío. Y, desde lejos, desde hoy, nos veíamos inmensos. Ojalá vernos así, llenos, pero sólo me queda tu letra grabada a fuego y los tesoros de mil playas en las que no me has robado el aliento. 

No estoy hecha para mi, pues el vértigo me late en las venas, mis miedos corretean por mis entrañas, anárquicos, oliendo tus manos al salir del mar y tengo demasiadas tormentas a las que admirar. Y mis guerras, y los recovecos de mi palacio de cristal, y las noches sin dormir y buscarte en las migajas; todo eso que no te puedo dar. Estoy pagando por pecados que no recuerdo, viendo como mis cicatrices van y vienen y me despierto con el sabor de la sangre de mis heridas. Y me confundo entre la gente, y huelo la sangre, y camino, y la busco. A mi presa. Consciente de que soy el único animal al que me permito cazar y destrozar sin descanso. 

No estoy hecha para el cielo, para la caída, para el silencio. Pero sigo trepando esta escalera infinita, arañando las nubes en pájaros de metal, convirtiendo cada tarde en un domingo de lluvia y cenizas. Y en mi cabeza siguen luchando los lobos, lamiéndose las heridas después de cada batalla, dispuestos a matarse cada amanecer.  

No estoy hecha para la noche, la luna y la idea absurda de que puedo verte cuando la miro. Eso no me lo venden ni todos los poemas de Neruda, ni Escandar recitando en un video quemado ni Cortázar tocándome la boca en ese ciclo absurdo de las letras que son casa de Buenos Aires a París.

No estoy hecha, porque estoy haciéndome. Deshaciéndome de las nostalgias, del sol de media tarde colándose por tu balcón, de una siesta infinita; desprendiéndome del calor, de tu risa, del rompernos, de sacudirte el alma con amor. A bocados. A miradas furtivas que se comían las horas. Reconstruyendo este templo sin bandera que son mis caderas al andar y que he ido rompiendo con la costumbre inquieta de crear un mundo en el que sólo yo pertenezco, sólo yo sufro, sólo yo entiendo. Rompiéndome las ganas; leyéndome las estrías, los poros, tus dedos. Desbordándome, como cuando lloras, como cuando se te parte el alma en mitad de una borrachera y te escribo volviendo a casa.  Y ni siquiera es domingo. 

 Hoy sólo hablo desde la herida, pero hay días que me miro y hasta me entiendo.

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