Algunos dicen que estábamos viviendo en un mundo roto. Yo siempre creí que estábamos viviendo en la herida, que la íbamos cerrando a cada paso, que sin saber como estábamos curando todo lo enfermo. Estas calles que nos acechan siempre fueron hogar, un mapa en el que trazar todos los caminos: las ruinas de Roma, palacios de cristal, islas de arena, otra señal.

Creí que ese virus de verte y sentirme pequeña sería lo peor a lo que tendría que enfrentarme. Que los miedos que me escribías con tus manos en cada caricia, con cada susurro sobre infiernos y fantasmas, iban a ser los únicos que me perseguirían en las noches de verano.

Creí que era pandemia cada vez que te lanzaba a un pogo, cuando nos faltaba el aire en las calles de piedra, que yo iba a ser tu enfermedad hasta que te cansaras de sacarme sonrisas con los ojos morados de otros besos. Y no al revés.

Creí que guerra era escribirte Ideario en una servilleta mientras esperábamos que nos sirvieran la cena, y que tu lo leyeras mientras me mirabas y así, inocentes, sin poder parar de reírnos marcarnos los huesos para siempre. Standby huele a nieve, a siestas al sol y a carretera infinita desde ese día.

Creí que el único caos que iba a reinar en mi vida serías tú, en una casa dónde cada rincón era un juego y cada habitación una patología. Y me ibas pintando el alma con cada cerveza, haciéndola perfecta para que encajara en tu idea inflexible de lo que era aquella odisea de aeropuertos. 

Pero ahora la vida es acuario y somos ese pez que sueña con saber a que huele el mar. El público de una locura indecente. Y cambio ese somos por soy, y joder, es verdad que había algo que estaba aferrando demasiado fuerte, demasiado dentro. Que cada uno de los cien platos que he roto en esta historia se me habían hecho añicos debajo de la piel, y había algo que no había dejado de sangrar desde que me perdí entre cervezas y gintonics, entre la costa y tu acento.

Ahora ejércitos de Orwell abuchean al que rompe el cristal, y se inician guerras desde los balcones: absurdas, pequeñas, más circo para este pueblo dormido. Y me niego a creer que así se pierden las partidas, frente a una fábrica de miedos que no te deja pensar en nada más y con un voraz reptil creciendo en tu barriga que sigue gritando que compres, lo que sea, dónde sea, pero que no dejes de consumir. Y te imagino en esa cabaña dónde fuimos un puto universo en expansión durante setenta y dos horas, y hasta creo que te echo de menos, pero en mi mente ya he quemado todos los libros que me regalaste. Y qué lástima. 

Últimamente en mis sueños siempre me ahogo. El aire no me alimenta, el agua encharca mis pulmones, los árboles se mueren y en este encierro que me aleja de todo y no para de llorar me vuelvo casi transparente. Y que cada vez que llora, llora Auschwitz, llora Siria, llora el mar que entierra vidas, llora un padre en Centroamérica y un anciano en su salón, llora el que estaba construyendo su universo en un sueldo miserable, llora esa madre que sigue aguantando el infierno por verle sonreír. 

Está siendo una primavera extraña, no imagino puños en alto cuando miro al cielo, no veo columnas de humo mientras vuelvo en autobús a casa. Este cambio es invisible, y no se nos incendia en las manos cuando nos lo niegan, ni se esfuma entre eufemismos de plaza y revolución. Esta primavera terminará antes de que empiece el invierno, y entonces nos crecerán flores en las costillas, y en las hogueras saltarán las chispas de todo lo que perdimos y hasta el tiempo echará el freno para ver como destrozamos los calendarios.

Y pienso en esa revolución de terciopelo, locamente pagana. Y me imagino un cuerpo a cuerpo contra mi propia voz en el que, por fin, no salgo perdiendo. 

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