"Cuando hace falta nunca retrasan los vuelos"

Era un lunes de café amargo sin azúcar, con un sol que no sé por qué cojones seguía brillando y con los niños correteando hacía la puerta de las escuelas como si nada terrible estuviese a punto de ocurrir. Y las maletas en la puerta. Yo no sabía que tu vida cabía en dos Samsonite y una bolsa de deporte, pero supongo que hasta las verdades te odiaban por marcharte y habían decidido vengarse en mi cabeza. 

Aquel día una sucursal de no sé qué empresa te robó esa mirada de niñato que ponías de vez en cuando, y a mí tus quejidos de media noche cuando solo quería comerte a besos una vez más. Nos robó el tiempo, y te lo cambió por un puñado de billetes que nos pagaban los pasajes a tu apartamento de alquiler y vinos baratos, pero que hacían crecer todo lo que nos debíamos.

Tampoco sabía que los kilómetros dolían tanto, pero lo aprendí dos semanas después de ver el avión perdiéndose en el azul de un cielo que parecía no tener nada que ver con nosotros, cuando cada baldosa de la calle me recordaba a tus pasos. En realidad a los kilómetros empecé a odiarlos mucho antes, cuando tú aún no me faltabas y yo ya sentía que algún día sobrarías, que esos silencios nuestros de dos segundos y un suspiro se alargarían hasta llenarnos las semanas de ausencias. Y qué jodido era tenerte y no sentirte, medirte a millones de años luz de nuestra habitación porque aquella noche apenas me habías rozado.

Ya no sé si esta historia va al revés, o nadie me enseño a contarla. Yo, decidí empezar por el nudo (el que se me hacía en la garganta cada vez que decidías mirar al cielo en lugar de a mis pupilas), deshacerme en el desenlace (de maletas y tarifas de Aeropuerto) y perderme en la que había sido la más maravillosa de las introducciones (al caos).

Pero si he de ser fiel a esos libros que siguen languideciendo en el garaje; entre botellas de algún reserva del 94, fotografías con rostros desnudos y los vestigios de una nochevieja inolvidable; lo cierto es que la suerte de buscar a otras me condujo a tu sonrisa. Y así empezó. Apostado en los escalones, perdido casi en el amanecer, pitillo en mano y risa ahogada con los colegas. Así es más o menos como te recuerdo, y como luego traté de olvidarte tantas y tantas veces.

Hasta que otra suerte, con sabor a vodka y besos genoveses, besos del sur, besos de andar más perdida que nunca, se cruzó en mi camino y me condujo a aquellos escalones. Ya no sé si era yo persiguiendo a las escaleras por esperar buscarte, o mi borrachera cansada de caminar por la pista, pero te juro que ya sólo me acordaba de tu cara. Y fue como encontrar aquello que llevabas toda la vida buscando, sin acordarnos ni de quiénes éramos, 20 minutos que todavía no entiendo cómo pudieron existir. Si supieras que esa noche seguí con el sabor del sur en los labios hasta que se hizo de día, que me caí intentando sentar las bases de aquella locura…que volví a casa sabiendo que definitivamente me habría perdido sin aquella coincidencia. Y que creí estar perdida durante un par de semanas más, hasta que vomité el orgullo, la sal, los sei bellissima anche dormiré y un par de cervezas.

Y desde entonces soy Alicia cayendo por la madriguera, sin saber nunca si estoy saliendo o hundiéndome aún más. Y creo que me has hecho tan grande, y me has empequeñecido tanto, como si fueses una de esas botellas, un pedazo de pastel o una seta gigante, que sin duda no sabría responder cuándo la Oruga Azul me preguntase quién soy. A veces, no sé si en sueños, respondes al nombre de Chesire, te paseas maullando por el borde de la piscina, me miras curioso y te evaporas cuando menos lo necesito, dejándome con un edificio cayendo a plomo sobre mi estómago.

Y así llego a las maletas y los billetes de avión, sin saber ni siquiera si piensas volar, o si te convertirás en otro vehículo más en la carretera. Sin saber ni siquiera si tienes una Samsonite (o dos), si piensas llevarlo todo en una bolsa de deporte o si vas a empaquetar hasta a la niña de tus ojos para que no se olvide de ti aunque estés lejos. El problema es que yo nunca he tenido un norte con el que guiarme, y desde que pude ver tu mandíbula tensándose a un par de centímetros de mí, se me ha clavado una brújula en el costado, y sólo sabe llevarme hasta ti.


172 centímetros de puro miedo a la deriva contando los días para que desaparezcas, sin ninguna despedida, esperando que huya contigo esta brújula mal polarizada, el dolor del pecho que me pide que lance una última carta y los días de correr hasta reventarme. Me he olvidado de todo aquello de tranvías a las 9, paseos hasta las esquinas y deportivos que no sé arrancar, porque entonces seguía perdiéndome en cada taconazo. 

Pero la esencia de todo aquello era andar buscándome, y no buscándote

Comentarios

Entradas populares de este blog

La tierra prometida

Domingo de resurrección

añicos