Me moría de ganas por volver a casa con las medías rotas, aunque la culpa no la tengan tus manos. Me moría por volver a compartir un vacío, escondidos en algún portal. Por tu sonrisa. Por otra calada más de ese morbo que convertías en volutas, inundando tu habitación, ese balcón a una playa que nunca visitamos. Me moría. Y creo que aún sigo así, muriendo. Matándome, con esta valentía suicida de echarte de menos.

Pero morirse no está tan mal. Es como decir que odias viajar en metro cuando te encanta pasar 50 minutos con Robe susurrándote al oído que eres más puta que la Luna. Morirse va de inundarse en cerveza por un par de monedas, de secretos con más mentiras que admiración, de cartulinas en espejos. Morirse también es leer desde Rayuela a Grey, pasando por Rousseau y odiando a Fantova, todo a la vez mientras dinamitas la batería del teléfono, saltar desde la ventana del tercero viviendo en una planta baja.

Y vivir no es más que la mentira que te vende la tele, las escaleras mecánicas, las ofertas del supermercado y los noviembres sin el dulce de la mirada de Charlize Theron, sin canela, sin pastilla roja, sin pastilla azul. Vivir es la sacarina de este infierno.
Después de todo, creo que sigo prefiriendo el precipicio de cualquier clavícula para pensar en ti, confundir Ciutat Vella con París, y buscar la magia.

-        - Voy a acabar ataráxica perdida.

                          (sigue siendo mi mentira favorita cada vez que me miras.)

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