Queridos tertulianos de la habitación vacía:
Música de motor de furgoneta trazando curvas en la sierra y lágrimas de tinta deshaciéndose sobre el papel. Evocar al sol de invierno que nos conducía al fin del mundo, a 1830 metros del susurro del mar, a casi 2000 del salto que nos llevó a estallar aquel verano. 

Los acordes que provocaba el viento silbando a través de las ventanillas, las risas de los primeros asientos y nuestras miradas, nómadas de maletero y amantes de las horas perdidas, rastreando las pinceladas verdes que se sucedían a toda velocidad ante nuestros ojos. 

Rasgarse como el papel, apoyando la espalda en la rueda delantera, mientras esperamos al resto. Romper a reír en mitad de la carretera, girando el mapa y buscando un destino. Estallar en carcajadas mientras buscamos el equilibrio entre las líneas discontinúas del asfalto. 

Aferrarme al sol reflejándose en tus Ray-Ban, mientras garabateo en la libreta con los pies encima del salpicadero. Las siestas en posiciones imposibles, apoyada sobre el cristal y escuchando la respiración de la de al lado. El maldito cinturón que no quería abrocharse y las horas sin señal de radio que tuvimos que subsanar a golpe de guitarra y voces roncas. Subir el volumen hasta no escucharnos cantar. Buscar desesperadamente una gasolinera, llenar el depósito y pillar unas litronas. Volver a la autopista con 80 euros menos y unos cuántos tragos más. 

El último atardecer, casi rozando el mar. 768 kilómetros de gritarnos que ése no era el camino, más de 10 salidas erróneas que nos condujeron al desvío equivocado, 15 "Joder, era a la izquierda inútil" acompañados de una carcajada que se perdía al no encontrar un cambio de sentido.

No somos más que la crónica de todos los viajes que no hemos tenido huevos a emprender, de todos los billetes que siguen perdidos en las manos de quién no los vivirá. 



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