Emperatriz de ciudades consumidas

Su pequeña rutina no iba más allá de dejar una fastidiosa marca de carmín en alguna copa, y huir a paladear las calles con los bolsillos vacíos de esperanzas y las manos frías de recorrer páginas buscándose el sueño. Y así cada noche, llegaba a casa arrastrando el eco de sus pasos en el último callejón, y se lanzaba al primer rincón de oscuridad.

Después, cansada de encadenarse y recorrer todos sus poros, cansada de impregnarse del frío y de arañarse las costillas, cansada de la respiración agitada y de los suspiros en los que se le vaciaba el alma, se dejaba llevar hasta la habitación. Su maltrecho colchón, rodeado de un templo de libros amarillentos y colillas temblorosas, unas cuántas cerillas acomodadas bajo la almohada y la pitillera abierta, con un par de cigarrillos. Cerraba los ojos y, aferrándose a las sábanas, se dejaba llevar en un leve quejido. De nuevo, volvía a asaltar la calle...desde su cama.

Paseaba por una ciudad desierta; postales en blanco y negro de edificios abandonados; ciudad sin luna y sin noche, en perpetua ceniza; sintiendo sus pies descalzos aferrarse al asfalto mojado de una gran avenida empedrada de risas oscuras. Caminaba sola, guiándose bajo la llovizna por un canto de sirenas que provenía del puerto. El faro deja de iluminar su propio infierno sostenido, y éste se derrumba ante sus ojos. 

El cielo se tiñó de sangre y frío, que le brotaba de las costillas y se le calaba en el pecho, y las lineas discontinuas de su avenida de soledades se transformaban en rostros, dueños de las risas oscuras que la habían perseguido desde que se dejó caer sobre el colchón. Las extrañas figuras se arremolinaban a su alrededor, luchando por alcanzarla hasta que la hicieron desaparecer en un mar de pintura. Y allí, congelada en el vacío del acrílico de sus voces, quiso correr, huir. Un grito se ahogó en su garganta, reptándole hasta la lengua y aprisionándola, haciéndola arder. Intentó deshacerse de su prisión inmaculada, mientras la quemazón que le había nacido en el pecho hacía que se revolviese en lo que parecía que iba a ser su propia tumba. 

Abrió los ojos súbitamente, las pupilas dilatadas y un sudor frío perlándole la nuca, enrredado en su pelo. El cristal empañado, y fuera, el asfalto todavía mojado de una lluvia que sólo a ella se le había calado hasta los pulmones. Náufraga en su propio territorio, se lanza en busca de un cigarrillo pero en la pitillera, cerrada, no encuentra ni las hebras del tabaco que nunca puede fumarse. 

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