Un sol de media tarde y
nostalgias de café se filtraba por los cristales ennegrecidos de aquel palacio
de hierro y piedra que había visto nacer todas las angustias de una juventud
perdida entre la postguerra y las tardes de cerveza y cigarrillos.
A lo lejos sonaban unos dedos
temblando sobre el acordeón, pantalones raídos y sonrisa de mala vida apostada
en la primera farola de la avenida agradeciendo el par de monedas que volaban
desde unas delicadas manos hasta su gorra.
Las delicadas manos volvían a
perderse en los bolsillos de una chaqueta. Mirada al viento destilando
ilusiones que comienza a pasearse por la ciudad. De repente, aquel esqueleto de
cristales y ruinas, jardín de tierra muerta y candados oxidados alzándose entre
la jungla de semáforos, prisas y frío de abril. Un temor sinsentido, de esos
que a veces le atacaban en las mañanas, o segundos después de cerrar los ojos
de cansancio un martes cualquiera, se apoderó de su mirada unos segundos. La
luz verde parpadeando a unos metros, pasos inquietos y sí, a salvo, al otro
lado de la avenida.
Arde de ira un funcionario
enlatado en su 600, los semáforos vuelven a teñirse de rojo y no ha podido
seguir adelante. Varias carpetas se acomodan en el asiento del copiloto, con
maravillosas vistas a la guantera y a una ventanilla averiada desde el verano
pasado. La voz cansina del locutor anuncia una subida de las temperaturas y el
hombrecillo comienza a tamborilear sus dedos en el volante pensando en las
tardes de playa.
Brisa marina que roza el cabello
de una mujer caminando por la arena, piel curtida de años de espera y manos de
crianza y redes. Se acerca a la orilla frunciendo unos labios que entienden más
de besos que todos los niñatos a los que dejó atrás. Hace tiempo que olvidó
cambiar la pila a su reloj de pulsera y con el tiempo lo fue olvidando todo,
incluso al reloj.
Manecillas congeladas en las 7 y
media, cintura de acróbata y sonrisa de bruja abandonada. Melena insumisa
jugando con los últimos rayos de sol. Último aviso del tranvía desde el puerto,
risas que se pierden entre los raíles y unas manos que, fascinadas por una
ciudad de hierro, brumas y orillas de sal y pérdida, vuelven a perderse en los bolsillos
de una chaqueta.
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