Emperatriz de ciudades consumidas
Su pequeña rutina no iba más allá de dejar una fastidiosa marca de carmín en alguna copa, y huir a paladear las calles con los bolsillos vacíos de esperanzas y las manos frías de recorrer páginas buscándose el sueño. Y así cada noche, llegaba a casa arrastrando el eco de sus pasos en el último callejón, y se lanzaba al primer rincón de oscuridad. Después, cansada de encadenarse y recorrer todos sus poros, cansada de impregnarse del frío y de arañarse las costillas, cansada de la respiración agitada y de los suspiros en los que se le vaciaba el alma, se dejaba llevar hasta la habitación. Su maltrecho colchón, rodeado de un templo de libros amarillentos y colillas temblorosas, unas cuántas cerillas acomodadas bajo la almohada y la pitillera abierta, con un par de cigarrillos. Cerraba los ojos y, aferrándose a las sábanas, se dejaba llevar en un leve quejido. De nuevo, volvía a asaltar la calle...desde su cama. Paseaba por una ciudad desierta; postales en blanco y negro de edificio...